27 de enero de 2015

De aquellos polvos

Gregorio Morán
El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados: cultura y política en España, 1962-1996

Akal. Madrid, 2014. 826 páginas
1177 gramos

Además de seguir fielmente su columna de los sábados en La Vanguardia, hace menos de un año leí su biografía de Adolfo Suárez, que me entusiasmó, por lo que al enterarme de la cercana publicación de un libro sobre los intelectuales españoles de los últimos años por mi reverenciado Gregorio Morán, lo puse en lugar destacado de mi presupuesto, desplazando un año más a Schopenhauer. Poco después sucedió el patético ejemplo de censura editorial, al no querer arriesgar Planeta la pasta gansa que se saca por publicar el diccionario de la Real Academia, y Gregorio se hartó a dar entrevistas por medios interneteros (yo vi una presentación de este libro en una librería de Barcelona, cargada de ricas anécdotas, y un patético "debate" con Juan Carlos Monedero en el que cada uno iba muy a lo suyo). Tardó en encontrar editorial aproximadamente lo que tarda la luz en cruzar el diámetro del cráneo del gorrión medio, así que salió a tiempo para la campaña de Navidad, y allá por San Silvestre cayó en mis manos un ejemplar.

Qué feo es el maldito ladrillaco. Ya sé que no tuvieron mucho tiempo, pero la portada es un atentado a la tipografía de los que hacen brotar las lágrimas al más encallecido usuario de Comic Sans. Puse las guardas fuera de mi vista, me agencié un cojín para apoyarlo y no sufrir calambres en los brazos, y a leer.

El cura y los mandarines, como a estas alturas sabrán hasta los pajarillos y los lirios del valle, es un repaso de los intelectuales españoles del tardofranquismo y la transición. Gregorio Morán estuvo una década trabajando en él, y aparece en un momento muy bueno, en el que los pobres inocentones comprobamos que en este desgraciado país no hay una institución que merezca salvarse de la quema. Otros utilizan su infinita hipocresía para ganarse unas perrillas a costa del cabreo general, que ya tienen muy aprendido cómo hacerlo.

Cada capítulo del libro gira en torno o bien a un hecho destacado cultural (un simposio, un congreso, una exposicón) o político (contubernio de Munich, 25 años de -ejem- paz, estado de excepción) o bien a un personaje clave, como Luis Martín Santos, Camilo José Cela o el diario El País. Están ordenados cronológicamente, y como hilo conductor se recurre a la figura de Jesús Aguirre, que empezó de sacerdote jesuita (el cura del título) y terminó de Duque de Alba, y estaba metido en casi todos los fregados de índole cultural.

Los mandarines, como el lector puede suponer, son todos aquellos con influencia en el mundo de la cultura, no necesariamente brillantes o que hayan dejado alguna huella fuera de su familia, cincuenta años después. El libro tiene un índice onomástico de 35 páginas de letra apretada, así que cabe mucha gente. Tanta, que a veces un servidor se preguntaba si no habría sido conveniente filtrar un poco tal aluvión, con el beneficio añadido de aligerar el tocho.
Una vez hechas las presentaciones, me he permitido la licencia de retratar a los protagonistas:

Si prometo que no lo volveré a hacer, ¿dejarán de atizarse cabezazos contra la mesa?

Estoy seguro de que la gente de la quinta de mi padre, por ejemplo, podrá sacar mucho más jugo a los capítulos dedicados al franquismo -aproximadamente los dos primeros tercios-. Un servidor sólo fue capaz de reconocer parte de los personajes que aparecen, unos sufriendo y otros medrando en ese ambiente tan nocivo del nacionalcatolicismo obligatorio. Gregorio Morán saca el hacha de guerra y reparte mandobles sin piedad entre tanta gentuza luego reconvertida en vaca sagrada, aunque reconoce los casos de necesidad tras sufrir la represión y la cárcel -José Hierro- o los de brillantez creativa -Luis Martín Santos-. De todas formas, se me hizo muy largo, y creo que se mete demasiado en detalle, habiendo capítulos que yo habría descartado por completo, como por ejemplo el dedicado a la vida intelectual en Santander durante los primeros 60: puede tener sentido contarnos cómo era el medio ambiente en que nació y creció el cura de marras, pero a base de meterlo todo terminamos con 800 páginas.

He disfrutado mucho más de los capítulos dedicados a una figura intelectual, como Cela o Max Aub, que los que enumeran docenas de señores con nombre y dos apellidos que participan, o influyen, o cobran por pasarse por ahí, en la conferencia de turno. En alguno, como el fresco de la intelectualidad oficial en la Barcelona de 1964 (capítulo 15), me costó bastante trabajo vadearlo. Pero si el objetivo es mostrarnos cómo era el desierto intelectual de la dictadura, y las figuras que medraban allí, lo consigue de sobra.

Cuando por fin llegamos a la Transición, El cura y los mandarines se vuelve mucho más interesante, utilizando el flamante diario independiente de la mañana “El País” como hilo conductor de esa conversión de los mediocres que habían disfrutado de sinecuras durante la dictadura (Julián Marías, Francisco Umbral, Haro Tecglen, Máximo) en los flamantes mandarines de la nueva democracia. Gracias, entre otras cosas, al olvido interesado de los intelectuales del exilio, que les habrían dado mil vueltas de no haber sido preteridos hasta que la edad les convirtió en inofensivos.Esta columna demoledora del mismo Gregorio Morán a propósito de la santificación de Haro Tecglen lo dice todo.

Lo malo, para mí por lo menos, es que cuando llegamos a la época en que ya empezaba a tener uso de razón, al autor le entran las prisas y ventila los años 80 y la mitad de la década de los 90 en dos patadas, centrándose mucho más en las grotescas aventuras del Duque de Alba pillando sillones en todas las Academias, y pasando bastante por encima del desastre que fue para la cultura española la compra al por mayor por parte de las instituciones. Hay buenos momentos, como la lista de intelectuales del pesebre que suscriben manifiestos a favor de la OTAN en el referéndum de 1986 o el detallito de Jorge Semprún, viejo luchador antifascista y ministro de cultura, cesando a 18 altos cargos de su ministerio por firmar un manifiesto contra la primera guerra del Golfo.

 Al asalto de la Real Academia - otra institución que bien nos podríamos ahorrar

Tengo que decir que este libro me ha dejado sensaciones contrapuestas. Por un lado me parece una obra útil, muy extensa y ambiciosa, buena para saber qué hicieron aquellos que desde pequeñitos nos dijeron que eran la honra y prez del país; pero por otro lado me ha decepcionado que se haya centrado tanto en la década de los 60 y tan poco en las posteriores. Que la cultura en una dictadura militar-católica queda reducida a una caricatura anacrónica y cutre hasta el delirio se entiende rápido; pero que del fermento ilusionante que surgía por todas partes al morir Franco, la apertura al exterior, el convertirse en uno de los países de moda, el bienestar material, etc. sólo haya quedado la mierda que conocemos, eso requiere un análisis con más detenimiento. No es que se pase totalmente de largo, por ejemplo la operación por la que surgió ese "intelectual colectivo" llamado 'El País' recibe un capítulo entero, muy bueno para saber sus orígenes de la más pura y rancia derecha, y su apego a quien sea el que mande.

Me gustó el capítulo dedicado al filósofo comunista Manuel Sacristán: un ejemplo de intelectual brillante e íntegro, combinación que le llevó a la pobreza y al ninguneo tanto con la dictadura como con eso que vino después. A los mediocres que se ocuparon de cerrarle todas las puertas se les dedicaron calles e institutos, pero está muy bien que se sepa que se podía actuar de otra manera, y que la vida cultural en España podría haber sido muy diferente de haberlo hecho así.

Por último, dos palabras sobre el estilo: una de las cosas que me gustan de Gregorio Morán es que no se anda con rodeos. Si el personaje X es un capullo, pues se dice y ya está. Tanto epíteto puede parecer demasiado tajante, pero es que si se hubiera andado con rodeos y justificando cada calificativo, en lugar de 800 páginas tendríamos 8.000. Y tampoco habría estado de más un poco de tijera y de labor editorial: además del fárrago en que se convierten algunos capítulos, difíciles de seguir el hilo, hay repeticiones innecesarias que sólo se explican porque cada capítulo se escribió por separado. ¿Cuántas veces se dice que la provincia de Santander ahora se llama Cantabria, pero entonces no? Se trata de un ejemplo tonto, pero que un editor debería haber detectado y eliminado.

Conclusión: no me arrepiento del mes de lectura intensiva, pero no me ha entusiasmado tanto como podría. Y qué pena de país, qué pena, madre.

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