Museo Reina Sofía. Del 3 de diciembre de 2008 al 16 de febrero de 2009. Web de la exposición.
Si alguna vez apareciese un lector asiduo de estas letras, pronto se daría cuenta de que las exposiciones de fotografía que frecuento suelen pertenecer a dos categorías: la primera consiste en retrospectivas de fotógrafos consagrados, muchas veces ya fallecidos, maestros que influyeron en generaciones enteras, que normalmente utilizan un lenguaje visual bastante accesible. Con eso quiero decir que son obras de gran fuerza, que logran transmitirnos el propósito de su creador sin ser necesario dominar referencias o idiomas ocultos al gran público. El peligro para el espectador es caer en la adoración imbécil del nombre famoso, sin juzgar por sí mismo el valor de la obra.
En el extremo contrario están las exposiciones de fotógrafos contemporáneos, nombres desconocidos que además suelen proceder del enrarecido mundo del arte, de las galerías, performances, bienales y crítica especializada (los de la lista anterior suelen haber triunfado en disciplinas como el fotoperiodismo, reportaje o moda). Su producción suele ser más difícil de interpretar para el profano, pues muchas veces usan referencias y símbolos desconocidos para quien no tenga una formación especializada. En este caso, el pobre profano se encuentra ante la imagen, gira la cabeza para ver si cambiando de orientación mejora la cosa, se rasca esa misma cabeza y pasa a la siguiente, hecho un mar de dudas. No siempre es algo negativo, pero hay casos que recuerdan la fábula del traje nuevo del emperador.
Por ejemplo: supongamos que entramos en una sala donde se exponen fotografías de nubes y ciudades tomadas desde la ventanilla de un avión, sin demasiados miramientos por la calidad; la mayoría de nosotros hemos hecho alguna parecida con nuestra cámara de bolsillo. ¿Qué conclusión podemos extraer? ¿Es algo trivial, o tan profundo que hacen falta conocimientos arcanos para interpretarlo? Los comentarios de las viejas que pululaban por las salas del Reina Sofía, para haberlos grabado.
Menos mal que, desde ese arranque incomprensible, las series de la neoyorquina Zoe Leonard se hacen más accesibles: las imágenes de árboles que revientan las barreras de hierro que los tienen confinados, o las reacciones de los niños ante la vitrina de los monos de un museo de ciencias naturales son metáforas potentes y sobre todo más claras. Luego llega una serie de imágenes de chicles pegados en la acera... ¿? y un grupo de fotografías de árboles cargados de frutas, pero sin hojas, en colores muy saturados: bellísimas.
Pero no es hasta la sala final, en la instalación Analogue 1998-2007, donde la exposición se redime. Gran cantidad de fotografías en grupos de varias decenas cada uno, documentando puestos en un mercadillo, tiendas cerradas en un barrio de Nueva York, comercios en el Tercer Mundo... imágenes cutres o naïfs pero que contrastan con la uniformidad de centro comercial que se ha impuesto en todas partes, y que dicen mucho más sobre la tienda y el comerciante que el logotipo adocenado y mil veces visto. El conjunto se vuelve complejo y muy rico tanto visualmente como semánticamente.
Esta última parte es la que ha salvado la visita, aunque no sé si decidirme a recomendarla...
1 comentario:
Gracias por las siempre interesantes críticas que nos ofreces de las exposiciones que visitas.
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